08/01/13-.En un mundo multipolar, la democracia no puede ser un modelo único,
exportado desde Europa y Norteamérica al resto del mundo. “Hay que aceptar que
va a haber distintas formas de democracia, que corresponden a su adscripción en
distintos contextos históricos”, dice la politóloga belga Chantal Mouffe.
¿Cómo caracterizaría
las diferencias entre las democracias europeas y las actuales experiencias
democráticas en Latinoamérica?
En la medida en que uno acepta, como es una tendencia
importante hoy en las ciencias sociales, que no hay una modernidad sino muchas
trayectorias diferentes hacia lo que se puede llamar modernidad, en la medida
en que uno acepta la existencia de diferentes modernidades alternativas,
también hay que aceptar formas múltiples de democracia. El modelo que es
específico de Europa incluye una cierta articulación del liberalismo y la
democracia, es una articulación entre dos tradiciones distintas, muy
influenciada por la tradición judeocristiana y por la reforma protestante. Es
una articulación contingente, no necesaria. No es legítimo pretender que ese
modelo occidental sea aceptado por el resto del mundo. En el caso de América
latina, uno no puede decir que la región no es parte de Occidente, pero eso
tampoco quiere decir que Latinoamérica deba aceptar el modelo europeo. Creo que
hay que pluralizar la idea de Occidente, aceptar variaciones en su interior y
hablar de Occidentes. En las experiencias de las nuevas democracias de
Sudamérica no hay un rechazo a la tradición liberal, pero sí hay una
articulación distinta entre las tradiciones liberal y democrática.
¿En qué consiste?
En Europa, el elemento liberal de las democracias se ha
vuelto absolutamente dominante, mientras el elemento democrático, el de la
igualdad y la soberanía popular, ha sido subordinado y, en algunos casos,
eliminado. Si uno pregunta en Europa qué es la democracia, responden Estado de
derecho, respeto de los derechos del hombre, separación de poderes, pero nadie
va a hablar de soberanía popular y de igualdad. Algunos teóricos hasta
sostienen que todo eso se ha vuelto obsoleto. No es sólo que la tradición
liberal se ha vuelto hegemónica, sino que hay una interpretación específica,
neoliberal, de esa tradición. Esto es lo que ocurre en Europa y en Estados
Unidos, por eso es que muchos teóricos hablan de una posdemocracia, de una
democracia que ha perdido todo sentido democrático. Contra los teóricos que
consideran que el principio democrático y el liberal van necesariamente juntos,
yo defiendo la tesis de que hay una lucha entre esas dos tendencias. En la
historia europea, hubo momentos en que predominó el elemento democrático y en
otros dominó el elemento liberal, como ocurre hoy. Ese predominio del
componente liberal es lo que están poniendo en cuestión los gobiernos
latinoamericanos, que han puesto al elemento democrático como elemento
principal. El elemento liberal no ha sido eliminado, pero está subordinado. Por
eso es que en Europa no se entienden las experiencias latinoamericanas y hay
hostilidad hacia ellas, no sólo desde la derecha, también desde la izquierda.
¿Por qué no puede aceptar a estas democracias latinoamericanas? Tienen una
cierta idea de que la democracia es el predominio de los procedimientos
liberales. Lo fundamental para entender a las democracias latinoamericanas es
que no se trata de un rechazo al modelo liberal-democrático, sino de una
rearticulación con predominio de la soberanía popular.
Usted ha criticado el
principio de alternancia en el poder y, en su lugar, ha defendido la necesidad
de que las democracias ofrezcan alternativas. ¿Cuál es su postura ante las
reelecciones presidenciales?
Acabo de leer un artículo en Le Monde Diplomatique, donde
José Natanson argumenta contra la re-reelección y considera que hay que poner
límites al poder del pueblo. Estoy de acuerdo con que el poder del pueblo debe
tener cierto marco, pero uno no puede decir que países donde existe la
posibilidad de la reelección indefinida, como Venezuela, sean menos
democráticos que países sin esa posibilidad, como los europeos. En Europa se da
una situación de alternancia: hay elecciones pero el pueblo no puede realmente
escoger entre proyectos distintos. Elegir entre centroizquierda y centroderecha
es prácticamente como elegir entre Coca Cola y Pepsi Cola. A partir de eso
trato de explicar la falta de interés en la política representativa, la gente
advierte que no hay diferencia. Desde mi perspectiva, el criterio para saber si
un país es democrático es si a la gente se le da la posibilidad de escoger, si
tienen alternativas y no simplemente alternancia entre partidos distintos que,
una vez en el poder, no hacen ninguna transformación fundamental. El problema
de la reelección lo veo como un fetichismo de ciertos procedimientos liberales.
También es algo muy reciente, porque hasta hace poco un país como Francia no
tenía ningún límite para la reelección del presidente. Se dan situaciones
absurdas, como en Chile, donde el presidente puede tener un solo mandato.
Michelle Bachelet era una persona muy popular y podría haber sido reelegida,
pero la normativa no se lo permitía: eso sí que es una traba al poder del
pueblo. La reelección puede ser una manera de luchar contra el predominio del
liberalismo sobre la democracia. Evidentemente, eso no quiere decir tampoco que
se deban abandonar todos los límites liberales.
En su razonamiento,
la alternativa queda atada a la figura del líder que ejerce la presidencia,
pero también se podría pensar en que, dentro de un mismo espacio político,
distintas figuras encarnen esa alternativa. Para decirlo de otra manera, la
reelección indefinida ¿no promueve la debilidad de un proyecto al ligarlo a una
sola persona?, ¿no elimina un incentivo a que los partidos generen mayor
democracia interna y a que los gobiernos distribuyan el ejercicio del poder?
Claro que, idealmente, es mejor cuando no hay una sola
persona de la que depende un proyecto, porque eso siempre es muy peligroso. No
es lo ideal. Pero cuando ése es el caso, no veo por qué no puede admitirse la
reelección de esa persona. Idealmente, hay que crear las condiciones donde haya
varias personas identificadas con un proyecto. Pero, cuando eso no ocurre,
sería absurdo poner en riesgo un proyecto.
¿Encuentra alguna
relación entre las diferencias de las democracias latinoamericanas y europeas y
los modos en que una y otra región está enfrentando la crisis del capitalismo
global?
Lo que me parece muy interesante de las experiencias de
Sudamérica es que se está poniendo en cuestión el modelo neoliberal: la ruptura
con el FMI, la creación de instituciones regionales, una apuesta al desarrollo
de un modelo alternativo. En Europa no parece haber interés en salir del
neoliberalismo, y eso está relacionado con esa situación de posdemocracia,
donde no hay diferencias claras entre centroderecha y centroizquierda. El
problema fundamental es que se ha creado una especie de consenso al centro el
modelo teorizado por Tony Blair, por Anthony Giddens, la idea de que después de
la caída del Muro de Berlín ya no hay antagonismos y que no hay alternativas al
modelo neoliberal, un marco en el cual los partidos de centroizquierda apenas
pueden gestionar de manera un poco más humana esa globalización neoliberal.
Pero en esos partidos no se ve ninguna tentativa de romper. Hay que reconocer
que la Unión Europea no ayuda, porque tal como existe es parte del modelo
neoliberal. Todas las medidas que está desarrollando la UE tratan de encontrar
una salida neoliberal a una crisis provocada por el neoliberalismo. Soy
profundamente europea y no quiero romper con la UE, pero creo que necesita un
cambio muy profundo, para que empiece a permitir el desarrollo de un modelo
alternativo. Afortunadamente, en forma muy reciente, en algunos países se está
empezando a ver el nacimiento de partidos políticos que se sitúan a la
izquierda de los partidos socialistas, que quieren llegar al gobierno no son
partidos de protesta y desarrollar un modelo distinto, como el Partido de
Izquierda en Francia, Syriza en Grecia o Die Linke en Alemania. Eso a muchos
nos da esperanza de que pueda haber una puesta en cuestión del modelo
neoliberal. En esos partidos hay un enorme interés por lo que pasa en América
latina. Muchos creemos que hay que latinoamericanizar Europa, hay que aprender
de estas experiencias que muestran que es posible luchar contra el
neoliberalismo. Acá están más avanzados. Claro que han pasado por experiencias
muy dolorosas…
Al comprender al
conflicto como inherente a la política y al considerar al consenso racional
como imposible, usted plantea que la tarea de la democracia es transformar los
antagonismos (la confrontación amigo-enemigo) en agonismos (adversarios que se
reconocen derechos). ¿La responsabilidad de esa transformación se la atribuye a
la sociedad y sus organizaciones en su conjunto? ¿O en particular al poder del
Estado?
Evidentemente, el Estado tiene un rol importante, pero
también los partidos políticos, que son parte de la sociedad. La política
necesariamente implica un nosotros y un ellos. Lo específico de la política son
los conflictos que no se pueden resolver nunca de manera racional, poniéndose
de acuerdo, por eso es que he criticado el modelo deliberativo. En la sociedad
siempre hay sectores enfrentados. El conflicto tiene que ver con relaciones de
poder, con la hegemonía. Esto es lo que la perspectiva liberal no quiere
reconocer. El marxismo lo reconocía, pero lo limitaba a la lucha de clases, que
no es la única forma posible de antagonismo. Entonces, el objetivo de la
democracia no es encontrar los procedimientos para poner a todo el mundo de
acuerdo, porque eso no es posible, sino encontrar cómo manejar el conflicto. Si
el conflicto se da de manera antagónica, en una confrontación amigo-enemigo,
donde no se reconoce la legitimidad del oponente y se trata de eliminarlo,
sobre esa base no es posible organizar una sociedad democrática. Por eso es que
muchos liberales creen que tienen que negar la dimensión del conflicto para
pensar la democracia. Yo creo que el conflicto se puede dar también bajo la
forma del agonismo, que no elimina el conflicto sino que en lugar de plantear
una relación amigo-enemigo plantea una relación de adversarios. Si bien hay una
lucha hegemónica, esa lucha se da bajo ciertos procedimientos democráticos. La
tarea fundamental de una política democrática es crear todas las instituciones
y los procedimientos para permitir al conflicto manifestarse de una manera
agonística. Si eso no existe, el conflicto aparece bajo formas violentas. Por
eso creo que hay responsabilidad de los partidos, que tienen que considerar a
los otros como adversarios, no como enemigos a eliminar. Pero también es
necesario al nivel del Estado que existan los canales que permitan esa
expresión. Para tener una lucha agonística, es necesario que de los dos lados
haya reconocimiento agonístico.
¿Cómo analiza, desde
esa perspectiva, casos como los de Venezuela o Argentina?
El caso de Venezuela es particularmente interesante en ese
sentido, porque parece que se está dando un movimiento del antagonismo al
agonismo. Durante toda una primera etapa, la oposición no admitía a Hugo Chávez
y lo trataba como enemigo, intentaron darle un golpe de Estado: ése es un trato
antagonista. Ahora si no es una maniobra parece haber un cambio: aceptaron
entrar en las elecciones, Henrique Capriles no propone destruir todo lo que
hizo Chávez y reconoce muchas cosas; parece estar creando las condiciones para
lo que llamo un consenso conflictual porque para que haya lucha agonística es
necesario que haya una base común entre los adversarios, el respeto por ciertas
reglas del juego. En el caso de la Argentina, me parece que la situación es
parecida a lo que era Venezuela antes de Capriles, porque no hay un consenso
conflictual. Desde la oposición no se plantea una política de confrontación
agonística con el Gobierno, me parece que hay tentativas de deslegitimarlo y
ponerle trabas a algunas medidas como el caso de la ley de medios. No es una
oposición constructiva, no parece proponer ningún proyecto alternativo, sino
solamente tratar de impedir lo que propone el Gobierno.