Lecciones islandesas

El ex primer ministro de Islandia está siendo procesado criminalmente por su incapacidad para impedir el desastre financiero que azotó con particular crudeza a su país, en 2008.

por Francisco Báez Rodríguez - Geir Haarde se proclamó inocente y declaró que ni él ni los reguladores financieros conocían el verdadero nivel de precariedad de los bancos islandeses hasta su colapso en octubre de aquel año.

Para que un juicio tan inédito llegara a ocurrir, tuvieron que pasar muchas cosas, desde una quiebra nacional hasta una poco documentada revolución popular. Vale la pena hacer un resumen, porque Islandia nos dice que las cosas pueden ocurrir de manera diferente a la que nos tienen acostumbrados ciertos guiones de política económica.

En los primeros años de este siglo, Islandia se convirtió en un centro mundial de servicios financieros, a partir de un exitoso proceso de desregulación. Pero precisamente por eso, fue el país más golpeado tras la explosión de la burbuja especulativa generada por los bonos-basura.

En menos de una semana, los tres principales bancos islandeses (el Glitnir, el Landsbanki y el Kaupthing) tuvieron que ser intervenidos por el gobierno, debido a que les resultó imposible refinanciar su deuda de corto plazo, mientras que ahorradores del Reino Unido y de Holanda sacaban en masa sus depósitos.

En aquella ocasión, Haarde dijo que “existía el peligro real de que la economía islandesa fuera tragada junto con los bancos, por el remolino, y el resultado hubiera sido la bancarrota nacional”. La deuda externa de ese país creció hasta ser casi seis veces el tamaño de su producto interno. Los activos totales de los bancos nacionalizados apenas superaban el tamaño de su deuda de corto plazo.

El gobierno de inmediato inició con el típico plan de austeridad, que incluía un aumento a más del doble de los intereses y una devaluación, en la que la corona islandesa pasó de 70 a 250 por euro. Esto a los mexicanos nos debe sonar conocido. Lo que sigue, no.

En esta circunstancia, el proceso económico corrió paralelo a una movilización popular en contra de Haarde y su gobierno, que reclamaba reformas para que el grueso del costo de la crisis no recayera en la población, ni condujera a pérdidas importantes en el Estado de bienestar que habían construido los islandeses durante décadas. A Haarde en varias ocasiones le llovieron —era de esperarse, en Islandia— bolas de nieve.

El gobierno convocó a elecciones anticipadas y fue derrotado. De las nuevas elecciones salió un nuevo gobierno: una coalición de socialistas y verdes. Varios banqueros fueron detenidos, mientras el gobierno negociaba su deuda con los acreedores británicos y holandeses.

Después sucede algo inaudito. Ante la presión popular, el presidente Olafur Ragnar Grimsson veta el acuerdo logrado por el gobierno y sus acreedores, y lo somete a referéndum popular. La propuesta es rechazada por el 90 por ciento de los electores, que se niegan a pagar por la especulación bancaria y la omisión de su gobierno anterior. Viene una nueva renegociación, más ventajosa, pero los ciudadanos la vuelven a rechazar, ahora con el 60 por ciento de los votos. Holanda y el Reino Unido, que pagaron a 300 mil acreedores residentes en sus países, anunciaron que recurrirían a los tribunales para cobrar esa deuda externa.

Al mismo tiempo, el movimiento de protesta devino en varios foros ciudadanos, que culminaron en la creación de una Asamblea Constituyente, que eligió a 25 ciudadanos sin partido. Tras un debate legal, el Parlamento incluyó a estos ciudadanos en un Consejo Constitucional, que presentó un borrador de nueva constitución en julio pasado. El mismo Parlamento acordó llevar a juicio al ex primer ministro.

Por el lado económico, Islandia vendió la parte externa de sus dos principales bancos a entidades extranjeras, pero la parte doméstica —depósitos y financiamiento— se mantiene bajo control islandés. También acordó una serie de medidas para reducir el déficit fiscal, que han implicado recortes, pero no tan severos como si se hubiera tenido que pagar la deuda en las condiciones sugeridas por los acreedores y el FMI. El país volvió, en 2011, a recibir crédito del exterior.

En cualquier caso, resulta interesante que esta pequeña nación haya podido —tal vez debido a su tamaño— mantener una posición ante el poder económico diferente a la de simplemente aceptar sus decisiones y recetas.

También es importante señalar que en ese país hubo cambio súbito de gobierno, repudio unilateral de parte de la deuda externa adquirida por el Estado cuando nacionalizó los bancos decidido por votación universal, formación de una coalición constituyente con ciudadanos sin partido, reformas sociales que mantuvieron una red mínima de protección y garantizaron la libertad de expresión y enjuiciamiento de un importante líder político, sin que hubiera actos mayores de violencia. Una revolución combatida con bolas de nieve.

Finalmente, hay que señalar que, tras lo sucedido en Islandia, el Estado no ha sustituido a las empresas en sus actividades, pero sí ha habido un Estado capaz de proteger —así sea parcialmente— a la población de las graves consecuencias económicas derivadas de unos mercados sin regulación. Un Estado más capaz de actuar contra los especuladores financieros que contra los ciudadanos que protestan en las plazas.

Y lo ha hecho sin que la economía y el bienestar social se desmoronen. Islandia le ha dado un tapabocas a los textos sagrados de la economía ortodoxa.

¿Por qué ha sido así? En primer lugar, por la actuación responsable de los ciudadanos, que han propuesto al tiempo que han protestado civilizadamente, pero también por la existencia de una clase política que ha hecho lo que pocas: escuchar a la plaza pública.

Todo esto sirve, además, para recordarnos que en política económica el sustantivo es política, y económica es el adjetivo.

 
© Diseño producciones BM